Saturday, September 08, 2007

La buena literatura no tiene precio

Servicios Google/Clarín, Argentina

Hoy se pueden conseguir libros regalados en mesas de saldos, o leerlos gratis por internet. El mundo del lector insomne es vasto y generoso.

por Beatriz Sarlo
bsarlo@viva.clarin.com.ar

Hace una semana comenté en esta columna el libro de poemas que había comprado por un peso. Después me quedé pensando que, si yo lo hubiera comprado a los doce o trece años, uno de los poemas incluidos seguramente me hubiera dado vuelta, por su carácter misterioso, erótico, romántico y levemente siniestro. Catorce líneas de Arthur Rimbaud, a quien yo leí por primera vez también a los doce años, porque una profesora me mandó a copiar textos para mejorar mi ortografía. Todavía sé de memoria los primeros versos de aquel poema sobre un soldado muerto que parecía dormir.

Se puede empezar a leer por cualquier parte, incluso se puede empezar creyendo que simplemente se cumple la tarea tediosa de aprender ortografía. Pero hay un momento en que se siente una impresión física diferente, casi diría que se escucha el movimiento de piezas sólidas que se acomodan dentro de la cabeza, y ¡ploc! se ha empezado a leer.

No sé muy bien qué es lo que prepara ese momento crucial. En mi caso fueron libros infantiles, la famosa y multigeneracional Colección Robin Hood (con sus ilustradas tapas amarillas), historietas, cuentos escuchados en voz alta, poemas que recitaban otros que me parecían al mismo tiempo incomprensibles y ridículos: "Un poeta joven de la dulce Francia que lleva sin mengua su estirpe gloriosa"... ¿Qué podía querer decir eso?, me preguntaba, y como no tenía respuesta, me reía. Pero llegó ese poema de Rimbaud, y las cosas empezaron a cambiar a la carrera.

Organizaba expediciones a una librería y papelería bastante grande que (cosa inaudita para las formas de venta actuales) tenía una pared completamente cubierta con los libros de la famosísima Colección Austral de Espasa Calpe, autobiografías y biografías, relatos de viajes, novelas. El catálogo de la Colección estaba siempre impreso en las páginas finales de todos sus libros.

Por lo tanto, un lector que careciera de mapas y de cultura, demasiado vergonzoso para consultar, podía elegir un libro de ese catálogo en su casa, calcular por unas estrellitas que acompañaban el título si se trataba de un volumen simple o especial, juntar pacientemente el dinero e ir a comprarlo. Era poca plata, tan poca como la que vale un libro en las actuales librerías de saldos que no venden usados sino libros relativamente nuevos a precios rebajados. Son remanentes de grandes colecciones, muchas de ellas publicadas por diarios locales o por editoriales españolas. Se puede construir una primera biblioteca, la de la adolescencia, comprando sólo saldos.

Pero, como fuente prácticamente inagotable, está internet. Nadie o muy pocos hipotetizaron hace quince años que Internet podía ser el sueño de un lector insomne y sediento. La Biblioteca Gutenberg fue el primer proyecto de libros digitalizados, pero después vinieron las páginas de grandes centros, como el Instituto Cervantes. Un amigo me dijo el otro día: "Todo lo que puede comprarse está, de algún modo, gratis en la web, música incluida". Leer en pantalla es muy difícil, porque hay que romper el hábito de deslizarse, que es la forma de uso propia de internet. Mantenerse en una misma pantalla hasta concluirla implica una decisión de hierro que pone en juego la fuerza de dos deseos contrapuestos: el deseo de la lectura y el deseo del paseo por la web. No sé si pueden compatibilizarse del todo. Voy a la Gutenberg por capricho para ver cómo es exactamente el comienzo de una novela que no tengo a mano, o leer un cuento de un autor que hace mucho pasé por alto. Siempre fragmentos. Pero casi todos los días.

Entre la colección Austral, imponente e intimidatoria en los altos estantes de aquella librería, y estos libros en pantalla transcurrió gran parte de mi vida como lectora. Asistí a cambios espectaculares: los primeros kioscos de EUDEBA en la calle, donde la gente hacía cola para comprar un ejemplar de gran tamaño del Martín Fierro ilustrado por Castagnino o un paquetito envuelto en celofán de cuatro clásicos argentinos en la edición popular que se llamaba Serie del Siglo y Medio , por los 150 años de la Revolución de Mayo. Libros y fascículos en kioscos de diarios fueron llevados allí, por primera vez, por una de las más increíbles e imaginativas de las editoriales argentinas: el Centro Editor de América Latina. Yo trabajé en esas dos empresas y fui testigo de la mezcla de riesgo, inteligencia y originalidad con que su director, Boris Spivacow, decidió vender libros muy baratos por la calle, sacándolos del recinto exclusivo de las librerías.

A Boris Spivacow le gustaba contar su iniciación con los libros. Hijo de un inmigrante judío muy pobre, de chico caminaba en vez de tomar un tranvía para ahorrar las monedas con que iba a comprarse los tomitos de la colección española Calpe, de tapas amarillas, biblioteca literaria y política que figura en la biografía intelectual de muchos progresistas argentinos nacidos a comienzos del siglo XX. La historia de Spivacow tiene algo de excesivamente ejemplar cuando se la recuerda hoy. Quien la escucha puede pensar que se trata de un capítulo voluntarista, heroico e irrepetible de la cultura de este país.

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