Tuesday, November 06, 2007

Reflexiones en torno a la literatura y la temática gay

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La temática gay en una obra literaria forma parte de una preocupación humana como también lo pueden ser el aborto, la violencia, etc., o incluso, también puede ser un mero pretexto que lleve al poeta a hablar de su visión particular de este mundo.

Shakespeare no nos hará mejores,tampoco nos hará peores, pero puedeque nos enseñe a oírnos cuandohablamos con nosotros mismos

Harold Bloom, El canon occidental

Armando Segura Morales.-

La producción de obras literarias cuya temática se centra, primordialmente, en abordar el quehacer de sujetos con orientación homosexual, se ha incrementado notablemente, sobre todo, en las últimas décadas del siglo XX. El Movimiento de Liberación Homosexual y la consiguiente “salida del clóset” introdujo nuevas variantes en el hacer y decir en las modernas sociedades occidentales. Por ejemplo, la acepción: cultura gay y sus variantes, literatura gay, danza gay, escultura gay, teatro gay, etcétera, son categorías cotidianas que ya forman parte de nuestro acervo léxico y cultural.

Sin embargo, habría que tomar la anterior aseveración con sus debidas reservas. Partiendo de la premisa, en donde se concibe a la dimensión cultural1 como el “cúmulo de estructuras y manifestaciones de índole social, religiosa, literaria, artística, intelectual, etcétera, de una sociedad específica”; valdría la pena cuestionarse si la producción de cualquier obra artística —elaborada por un individuo cuya orientación sexual sea diferente a la heterosexual, o en su defecto, pensemos en la creación de cualquier obra que aborde la temática homosexual, escrita o no por un gay—, fue pensada, por su creador, para ser apreciada y consumida, única y exclusivamente, por el grupo humano que aparece involucrado en la temática (mujeres, judíos, homosexuales, clérigos, niños, presos políticos, etcétera). Razonar así limita la posibilidad y riqueza que trae consigo la obra artística. En este sentido, la propuesta de una obra de arte (producción, recepción y crítica), es una idea que abarca y se dirige a “lo humano”, a “lo universal”, por lo tanto su valor, su clasificación, su lenguaje, debe ser juzgado, primordialmente, en función de su valor estético.

La temática gay en una obra literaria —o cualquier otra temática— forma parte de una preocupación humana (como también lo pueden ser el aborto, la violencia, la ignominia, la injusticia, etc.), o incluso, también puede ser un mero pretexto que lleve al poeta a hablarnos de su visión particular de ese mundo. De cualquier forma, la temática (el decir) forma parte de la obra literaria (si así se quiere ver), sin embargo, ello no es un elemento determinante que permita otorgar per se una categoría estética (el escribir) a la misma obra. Para que esto ocurra es necesario que se conjugue una serie de elementos que nos permitan situar “el escribir” y “el decir” en una novelística específica.2

Al respecto, Mario Vargas Llosa (“La vida intensa y suntuosa de lo banal”, prólogo a La señora Dalloway, de Virginia Wolf), advierte que: “A veces, en las obras maestras que inauguran una nueva época en la manera de narrar, la forma descuella de tal modo sobre los personajes y la anécdota que la vida parece congelarse, evaporarse de la novela, y desaparecer devorada por la técnica, es decir, por las palabras y el orden y desorden de la narración”.

Los razonamientos del autor de “La fiesta del Chivo” giran en torno al proceso de estetizar la realidad a través de la ficción, es decir, se trata de “emanciparse de la realidad real, imponerse al lector como una realidad distinta, dotada de unas leyes, de un tiempo, de unos mitos u otras características propias e infalibles” (idem). De esta manera, los criterios estéticos son la guía que marcará una nueva forma de contar historias —sin importar la temática que se aborde—, de lo contrario, si tratamos de etiquetar, por encima de los indicadores estéticos, a la literatura, imponiendo ideologías, preferencias sexuales, cuestiones de género, partidismos políticos, tendencias psicológicas, con el propósito de mostrar fehacientemente la defensa de la ideología o el devenir del grupo en cuestión, seguramente no habremos contribuido al enriquecimiento del quehacer literario; por el contrario, habremos acudido a una suerte de “ficción fracasada que pretende reproducir lo real”. La literatura es otra cosa, logra aniquilar lo real, transfigurarlo, en suma, la literatura únicamente entiende el lenguaje de lo literario.2

Líneas arriba expresé la necesidad de utilizar a lo estético, como criterio e indicador único, a fin de determinar la valía de una obra artística; independientemente de la temática que trate.

En este sentido, la propuesta de agrupar obras artísticas bajo los criterios de lo canónico nos permitirá poner por encima de cualquier temática, orientación sexual, intenciones políticas, etc., su valía estético-artística.

A partir de este momento, únicamente me referiré al problema de la literatura con temática homosexual, siempre inmersa dentro de la idea de lo canónico, y a su vez, trataré de evidenciar algunas categorías estéticas que permiten dar continuidad artística y a su vez enriquecer el discurso homosexual.

Pero, ¿qué es un canon literario? ¿Qué elementos lo conforman? ¿Quién o quiénes deciden la canonización de una obra literaria? Finalmente, ¿podemos hablar de un canon literario dentro de la narrativa con temática homosexual?

Harold Bloom3 insiste en defender la idea de lo canónico, entendiéndose ésta como sinonímica de “autoridades en nuestra cultura occidental”, muy por encima de las diversas propuestas teórico-ideológicas literarias contemporáneas existentes —las cuales Bloom identifica como “las seis ramas de la Escuela del Resentimiento”: feministas, marxistas, lacanianos, neohistoricistas, deconstruccionistas y semióticos.

En ese sentido, es conveniente detenernos a observar cuidadosamente las reflexiones que Bloom hace de la conformación y socialización del canon occidental. Él mismo se pregunta: ¿qué hace canónicos a un autor y a su obra? La respuesta, en casi todos los casos, ha sido indudablemente “la extrañeza”, sin embargo, al utilizar dicho término, Bloom lo entiende como “una forma de originalidad que o bien no puede ser asimilada o bien nos asimila, de tal modo que dejamos de verla como extraña”.4 El ejemplo exacto para evidenciar la paradoja anterior lo encuentra Bloom en Walter Pater, el cual definió el Romanticismo como “la suma de la extrañeza y la belleza”. El símil de Pater, asegura Bloom, no sólo se extiende a los románticos sino a toda la escritura canónica. En este sentido, al “leer una obra canónica por primera vez se experimenta un extraño y misterioso asombro y casi nunca es lo que esperábamos”.5

Otro rasgo de lo canónico se reconoce en las obras que “tienen la capacidad de hacerte sentir extraño en tu propia casa”. Por ejemplo: El paraíso perdido, Fausto, segunda parte, Hadji Murad, Peer Gynt, Ulises y Canto general, entre otros. Por otra parte, William Shakespeare, dice Bloom, “el más grande escritor que podremos llegar a conocer, a menudo da la impresión contraria: nos lleva a la intemperie, a tierra extraña, al extranjero, y nos hace sentir como en casa. Su poder de asimilación y contaminación es único, y constituye un perpetuo reto a la puesta en escena y la crítica”.6

Para Bloom, “la extrañeza” —que nunca acabamos de asimilar, o que se convierte en algo tan asumido que permanecemos ciegos a sus características—, es un signo imprescindible de originalidad —que no el único— de toda obra que se precia canónica.

Bloom reconoce en el proceso de “influencia literaria” o “la angustia de las influencias”7 un intertexto que determina la tradición poética, a su vez que observa las relaciones psíquicas, históricas y de imágenes que describen la interrelación entre textos. En este sentido, la carga de las influencias determina la originalidad significativa dentro de la tradición literaria occidental. Ésta, a su vez, acude a un proceso dialéctico que supera la idea de un mero “amable proceso de trasmisión”. Por el contrario, se gesta una lucha, entre el genio anterior y el actual aspirante, en la que el premio es la supervivencia literaria y por supuesto la inclusión en el canon.

Harold Bloom analiza cuidadosamente las etapas por las que atraviesa una obra literaria antes de ser considerada canónica. Su punto de partida inicia con la relación individual de un lector y un escritor; dicho proceso —afirma— es válido siempre y cuando el valor estético pueda reconocerse o trasmitirse. Por el contrario, valorar una obra artística olvidando su fuerza estética, o bien, reducirla a una ideología, a una postura sexual, al contraste con la veracidad de hechos históricos, a la apología de una lectura basada en “valores éticos” o con fines didácticos morales, nos llevará, irremediablemente, a un análisis literario reduccionista, parcial, pero sobre todo erróneo. Bloom insiste, “...el yo individual es el único método y el único criterio para percibir el valor estético. Pero ‘el yo individual’, admito muy a mi pesar, se define sólo en contra de la sociedad, y parte de su agón con lo comunitario inevitablemente participa del conflicto entre clases sociales y económicas”.8 Bloom deja clara su postura con respecto a la supremacía de lo estético sobre otros “intertextos existentes” en la obra literaria. Nos dice:

“Leer al servicio de cualquier ideología, a mi juicio, es lo mismo que no leer nada. La recepción de la fuerza estética nos permite aprender a hablar de nosotros mismos y a soportarnos. La verdadera utilidad de Shakespeare o de Cervantes, de Homero o de Dante, de Chaucer o de Rabelais, consiste en contribuir al crecimiento de nuestro yo interior. Leer a fondo el canon no nos hará peores o mejores personas, ciudadanos más útiles o dañinos. El diálogo de la mente consigo misma no es primordialmente una realidad social. Lo único que el canon occidental puede provocar es que utilicemos adecuadamente nuestra soledad, esa soledad que, en su forma última, no es sino la confrontación con nuestra propia mortalidad”.9

Bloom no concibe la cognición literaria sin la memoria cultural, y ésta descansa en el canon. La idea de “la memoria cultural” tiene que ver con el proceso de selección —ya que sería imposible leer todo lo que se produce en una época— y tal como hemos observado, dicha acumulación acude a una serie de requisitos que directamente enriquece, estéticamente e interiormente al autor y por consiguiente al lector. Autoridades en el tema han llamado a este proceso como “lo sublime” cuya pretensión directa es trascender los límites, incluso de la literatura, de lo estético.

Contrario a lo que se piensa, “el canon literario no nos sumerge en la cultura, tampoco nos libera de la ansiedad cultural. Por el contrario, confirma nuestras ansiedades culturales, aunque ayuda a darles forma y coherencia”.10 Lo canónico, como la piedra angular de un edificio, es aquello que no puede moverse sin el riesgo de que la estructura se derrumbe.

La idea de trasmisión del canon, o mejor dicho, la de los responsables de la elección de las obras canónicas, no descansa en la pluma de los críticos, ni en el poder de los políticos o la sabiduría de los académicos, por el contrario, Bloom asegura que “los propios escritores, artistas y compositores determinan los cánones, tendiendo puente entre poderosos precursores y poderosos sucesores”.11 Tomando en cuenta las reglas y procesos anteriores, la idea de canon deja de ser sinónimo de lista de “obras importantes”; por el contrario, su concepción va más allá, radica en indagar en la obra literaria su carácter de producto de evaluaciones sociales, condiciones de legibilidad e ilegibilidad y coyunturas históricas, que a su vez, fijan las reglas y los límites de la obra artística.

Si Harold Bloom enfatiza y polemiza sobre el proceso de “Influencia literaria” o “la angustia de las influencias”, que se observa en toda obra literaria, Edward Said encuentra la finura en la idea bloomiana y la contextualiza en el universo de los grupos marginados.

Said no se limita a estudiar, exclusivamente, los mecanismos de la influencia de Europa y Norteamérica en América Latina y viceversa, como si fuera una relación lineal comunicativa. Observa una rica trasmisión entre los mecanismos de la relación de Occidente extendiéndolos a África u Oriente. Reconoce que dicho proceso es una relación de constelaciones complejas que va más allá de intercambiar “visiones culturales” sobre los distintos mundos. Es decir: “el estudio de la relación entre ‘Occidente’ y sus ‘otros’, culturalmente dominados por aquél, no constituye únicamente una manera de comprender esa relación de desigual entre interlocutores desiguales, sino también un modo de aproximarse a la formación y el significado de las prácticas culturales occidentales en sí mismas”.12

Dentro de las prácticas culturales occidentales a las que Said se refiere, se encuentran los grupos “marginados o de resistencia”. Citaré como ejemplo, el análisis a una de las obras literarias, que a su juicio, denotan “relaciones de poder enmascaradas”, que llevan al personaje a tomar posicionamiento sobre su condición de marginado:

En El inmoralista (1920) de Andrè Gide, se encuentra el rompimiento y a la vez la reflexión, de un hombre que llega a reconciliarse con su latente homosexualidad, permitiéndose que ella lo separe no sólo de su mujer Marceline y de su carrera, sino hasta de sus propios designios. Said apunta: “Michel es un filólogo cuyas investigaciones académicas acerca del bárbaro pasado de Europa le revelan sus propios instintos reprimidos, apetencias y tendencias. Como en Muerte en Venecia de Thomas Mann, el paisaje muestra una localización exótica, justo en los confines de Europa o más allá; en el inmoralista el paisaje fundamental es la Argelia francesa, lugar de desiertos, oasis, languidez y niños y niñas amorales”.13

Los vasos comunicantes de los personajes van más allá de la denuncia de prácticas sexuales “anormales” y la inclusión del poderoso en éstas. Significan el autoconocimiento del individuo y la pertenencia, y lucha posterior, de un sujeto específico en grupos minoritarios marginados: el homosexual. De esta manera, el tránsito del personaje sibarita (Dorian Gray) de Oscar Wilde —cuya homosexualidad es sugerida—, a los terribles personajes de Jean Cocteau o Jean Genet, cuya condición de homosexual es totalmente abierta y laureada, recorren la influencia “de constelaciones” sugerida por Said y definen un mundo marginado que busca acomodo y supervivencia en un Occidente marcado por la moral y la homofobia.

La construcción de un mundo y un lenguaje literario que nos remite cualitativamente a códigos específicos, a un habla específica, a vestimentas específicas, y a prácticas sociales y sexuales, socorridas frecuentemente por el sujeto homosexual; automáticamente nos remite a reconocer a un individuo con esas características. Sin embargo, su inclusión al mundo literario lo despoja de toda “malsana” intención, de formar un ghetto y una cultura paralela, en la que el sujeto se encuentra inserto. Por el contrario, su propuesta literaria, influenciará —si es que existe una propuesta estética valiosa y novedosa—, a la incipiente novelística.

En este sentido, hablamos de un enriquecimiento del fenómeno literario, gracias a la inclusión de nuevos tratamientos de las temáticas, de nuevas formas de narrar, de nuevas formas de ver el mundo, en fin, de nuevas propuestas estéticas; y no a la creación de un apartheid gay, que únicamente se cerrará detrás de la falacias de defender una “cultura de marginados”.

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Notas

La idea de nombrar a toda manifestación social realizada por el hombre como “dimensión cultural”, tiene que ver con lo que plantea Bolívar Echeverría (Definición de la Cultura; UNAM, 2001): “toda reproducción de la sociedad humana presenta una consistencia doble: es un proceso puramente operativo o ‘material’ y es, al mismo tiempo, un proceso semiótico o ‘espiritual’. En ese sentido, la definición de cultura tendrá siempre que concebirse bajo esa díada.
Utilizaré la acepción “novelística” tomando en cuenta las siguientes consideraciones: Alejo Carpentier asegura que: “Puede producirse una gran novela, en una época, en un país. Esto no significa que en esa época, en ese país, exista realmente la novela. Para hablar de la novela es menester que haya una novelística” (A. Carpentier. Tientos y diferencias, Montevideo, Arca, 1967, p. 5). Por su parte, Margo Glantz (Esguince de cintura, México; Conaculta), advierte que la creación de dicha novelística es la gestación de una corriente literaria que se va contagiando de influencias cosmopolitas, a la vez que se inspira en la tradición anterior, aunque pretende ser en el fondo una narrativa de ruptura.

El canon occidental, España, Anagrama, 1995. 585 pp.
Ibíd. p. 13.
Ídem.
Ídem.

Harold Bloom utilizó este término de manera irónica, al definir la postura de la Escuela del Resentimiento frente al proceso de la influencia literaria. Al respecto apunta: “...van incluso más lejos al afirmar que se hallan libres de cualquier angustia provocada por la contaminación: cada uno de ellos es Adán al despertarse. No conciben ningún momento en que no fuera como ahora, autocreados, autoengendrados, su genio es sólo suyo” (Ibíd. p. 17).

Harold Bloom... op. cit. p.33.
Ibíd. p.40.
Ibíd. p. 535.
Ibíd. p. 530.

Edward W. Said. Cultura e imperialismo. España, Anagrama, 1996. pp. 299.
Ibíd. pp. 300.

1 comment:

Anonymous said...

buenisimo!!, me encanto.