Thursday, November 16, 2006

Clases dominantes, controlan la literatura

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Diez años después de su publicación en México, la editorial barcelonesa Roca reedita El misterio de San Andrés, novela del guatemalteco Dante Liano (Chimaltenango, 1948). Además de por sus colaboraciones literarias con Rigoberta Menchú, Liano es un escritor conocido en España sobre todo por su narrativa detectivesca, y ya es casi un habitual de estío en Asturias, donde ha participado en la «Semana negra» y en el Salón del Libro Iberoamericano de Gijón, además de intervenir este año en un curso de verano en Colombres.

A su faceta de escritor, reconocida con el Premio Nacional de Literatura de su país en 1991, Liano, quien también ha sido finalista del premio «Herralde» de Novela en un par de ocasiones (1987 y 2002), añade una destacada labor como estudioso y editor de la obra de otros autores. Desde hace más de dos décadas vive en Milán, donde enseña literatura. Como él, El misterio de San Andrés es una novela tranquila y de fondo desgarrado, que comienza como disculpándose por pedir la atención del lector, pero que en seguida arrebata y nos lleva prendidos de su mirada sincera y sin compromisos. La historia nos asoma a las masacres desatadas en 1944 en las poblaciones guatemaltecas de Patzicía y San Andrés Itzapa.

Con la llegada de la revolución que terminaba con la dictadura del general Federico Ponce, una multitud de indios se revelaron matando a decenas de mestizos en aparente apoyo al viejo régimen. Los soldados enviados por la junta revolucionaria mataron después a unos mil indígenas. -El misterio de San Andrés se publicó en vísperas de la firma de los tratados de paz en Guatemala. ¿Qué sentido intentaba tener la obra en ese contexto? ¿Es muy diferente al de hoy o ha cambiado poco? -No la escribí con la cabeza puesta en los tratados de paz. Es el resultado de un largo proceso de crecimiento y maduración, como persona y como escritor, y de mi estancia en Europa. Comprendí que mi diferencia respecto de un europeo estaba ligada a mis orígenes. Dos tengo, conocidos. Otro, implícito.

Los conocidos son el hispánico y el italiano. El implícito, el indígena. Comencé a sentir el peso del racismo. Cuando me di cuenta de que había personas que me consideraban inferior por no haber nacido en Europa (un colega me apostrofó en público por enseñar lengua española), sentí lo que los indios sienten en Guatemala todos los días. Y me di cuenta de que mis reacciones se asemejaban a las que atribuimos a su carácter: rabia, rencor, encono. Estaba listo para sondear cómo era ese indígena que estaba en mí.

El contexto guatemalteco ha cambiado mucho. Hoy, aunque los indígenas siguen siendo sometidos a la explotación y viven en la miseria, están más organizados y emergen cada vez más con reclamos concretos. Una experiencia boliviana no puede descartarse.

-El argumento de la novela es una investigación periodística. ¿Qué función ha tenido la prensa guatemalteca en la indagación de las violaciones de los derechos humanos?

-Ninguna. Los periodistas, en Guatemala, durante muchos años no han sido más que voceros del poder. Hay que leer los periódicos del país en el decenio 1944-54 para darse cuenta de la vergonzosa campaña antidemocrática que hubo en contra de los gobiernos legítimos de Arévalo y Árbenz.

Luego, durante el conflicto armado interno, muchos fueron colaboradores de los insurgentes, y lo pagaron con su vida. Sobre todo el periodismo radiofónico, porque llegaba a más capas de la población. Me tocó escuchar, en directo, el momento en que la Policía entraba a una radio, golpeaba a los periodistas y de pronto, el silencio.

Era el silencio de la dictadura militar. Hubo periodistas heroicos, y los hubo execrables, que justificaban la guerra sucia. Sostenían que en Guatemala se libraba la tercera guerra mundial, el Occidente contra las hordas rojas del comunismo, los valores cristianos, toda esa paja. Después de los acuerdos de paz, hay mucha profesionalidad, periodismo de investigación. Pero la defensa de los derechos humanos no está muy de moda.

Es como aquellas medicinas que dicen: «probables efectos colaterales, muerte». -Su novela no intenta sólo investigar las masacres de Patzicía y San Andrés Itzapa, sino, más bien, servir como metáfora social algo más amplia.

-No me documenté sobre la masacre, no quise hacerlo. Yo soy un ladino de Chimaltenango, la cabecera departamental de Patzicía. Los ladinos somos bien pocos en un pueblo de indígenas casi al 95%. Es muy extraña la sensación de crecer en medio de una población que pertenece a otra etnia, aunque tú pertenezcas a la etnia dominante. La masacre de Patzicía se contaba en las casas de los ladinos con temor: «Un día bajan éstos de la montaña y nos cortan la cabeza».

Contaban los detalles, la gente que se escondía en los armarios y era sacada para ser despedazada a machetazos. Y mi padre, que había sido el secretario de la Gobernación, y por tanto, testigo presencial, nos contaba, además, la venganza de los ladinos. «En la oscuridad de la cárcel, los ladinos metían el cañón del fusil entre las rejas y disparaban a ciegas».

En realidad, contar esa masacre era contarlas todas. Los indígenas se han rebelado cíclicamente contra el poder, y han sido masacrados siempre. Además, está la constatación de la incomunicabilidad entre las dos etnias.

-Parece haber una correlación autobiográfica entre usted y el personaje del ladino Roberto Cosenza.

-Roberto Cosenza repite la vida de mi padre. Era un gran contador de historias, y nos entretuvo durante toda la vida con anécdotas sobre su periplo de la costa al altiplano. Me di cuenta de que yo era depositario de una gran cantidad de relatos, que si no los escribía se iban a perder. Es la parte más realista.
La parte donde estoy más yo es en la de Benito Xocop, porque allí saco mi identificación con lo indígena. En muchas partes, Benito reacciona como reaccionaría yo. El personaje original se llamaba José Trinidad Esquit, y fue considerado el cabecilla. Es cierto lo que dice la novela. Cuando salió de la cárcel, era aún joven, pero tenía el pelo blanco. Cosa rara en los indígenas. Y salió a morirse. Mucha de la crítica dice que idealizo a Benito, pero no se da cuenta que el verdadero personaje indígena es otro, el rebelde Fulgencio, quien dará origen a la revuelta. -Supongo que es consciente de que su obra elude a mucha gente por su expresión en castellano. ¿Es problemática la idea de literatura nacional en países con una presencia indígena tan importante?

-La literatura nacional es una creación de las clases dominantes. Siempre es elaborado por un grupito que ha tomado las riendas de la cultura, y que dictamina lo que vale la pena. En Guatemala, durante la época colonial y buena parte de la época independiente, fue la oligarquía la que produjo literatos y sancionó quiénes valían. Son siglos de silencio de los indígenas, que son la mayoría de la población. La oligarquía guatemalteca era muy culta, se hacían mandar los libros de Madrid, y luego de París. Piense que uno de nuestros mayores orgullos nacionales es Rafael Landívar, cuya obra está en latín. Más adelante, con la irrupción del modernismo, la clase media comenzó a infiltrarse y con la Revolución cubana la hegemonía cultural pasó a la izquierda. Hubo un momento que se calificaba la literatura como revolucionaria o reaccionaria. Ahora me parece que estamos en manos del mercado. Pero Guatemala no tiene un mercado para los libros. Sé que me leerán unas cien personas, todas ladinas. Y ellas dictaminarán sobre la validez de mi libro. Ahora bien, con «El misterio...» pasó que lo han leído varios indígenas. Y, por lo que me han dicho, les ha parecido bien. Con eso me conformo. Pero también, y sobre todo, me preocupa otra cosa: que la novela sea literariamente eficaz, que sea literatura. -¿Qué opina de la actual revitalización del indigenismo en Hispanoamérica?, ¿debe algo a la lucha política de los mayas centroamericanos?

-Es lo mejor que pueda suceder. Hay una emergencia real de lo indígena y están cambiando las constituciones de muchos países para reconocer lo evidente: somos sociedades con muchas culturas, y cada una tiene derecho a existir, en diálogo permanente, con las otras. No se trata de renunciar a lo irrenunciable, como la herencia hispánica, sino de incluir. Las luchas de los mayas han contribuido mucho. Piense que el Estado guatemalteco trató de actuar una política de exterminio, y no lo lograron. Sólo crearon figuras extraordinarias, como Rosalina Tuyuc y Rigoberta Menchú. El Premio Nobel a Rigoberta Menchú es un paso hacia adelante a nivel continental. Espero que haya una situación semejante a la de Bolivia, en la que, junto a los reclamos étnicos (que sólo ellos pueden ser peligrosos) lleve adelante también reclamos sociales, es decir, para toda la población pobre.

-Un país pequeño como es Guatemala cuenta con dos premios Nobel, Miguel Ángel Asturias y Rigoberta Menchú. Ambos han sufrido reacciones desfavorables en su país. ¿Qué hay detrás: racismo, envidia?-En el caso de Asturias, la envidia destila como la resina de los árboles. Demasiado grande para oligarquía tan miserable, y clase media que es su reflejo. Piense usted que desenterraron su tesis de graduación como abogado, escrita en 1924, cuando tenía 23 años, y la esgrimen como si fuera su obra definitiva. Allí Asturias es racista, pero ya en 1928 se había desmentido, y en el 32 ya había escrito una elegía incomparable hacia los indígenas, Hombres de maíz. En el caso de Rigoberta, a la envidia hay que añadirle el racismo. ¿Cómo puede una «india despreciable» valer algo? Para muchos, Rigoberta tiene un sólo lugar: servir como esclava en la casa de algún rico. Guatemala es un país duro y hay que luchar mucho para que cambie.

-Instalarse en Italia supuso reencontrarse con sus raíces familiares. ¿A qué se debió, y cómo vive esa experiencia después de dos décadas en Milán?-Con parte de mis raíces familiares. Tengo toda una rama de mi familia, la materna, muy orgullosa de sus orígenes hispánicos. Gente blanca en medio de masas de indígenas. Recuerdo la retahíla de apellidos: Quezada-Zamora-Silva. Durante años, no me preocupé mucho de mis raíces italianas. Hasta que apareció una muchacha, de mi mismo apellido, que me buscó y me enseñó el lugar de origen. Es toda una historia. En realidad, Italia me sirvió para encontrar mis raíces indígenas. En Guatemala, yo ostentaba con un cierto orgullo mi nombre italiano. En Italia me pasó lo contrario. Me di cuenta de que no era italiano, que jamás llegaría a serlo.

-¿Ha llegado a temer un posible «desexilio» en su país natal? -Sucede. Uno regresa, y ya nada es igual a como lo dejó, y lo que es peor, a como lo imaginó. La gente es diferente, habla diferente, y te miran y aquilatan como a un medio extranjero. Uno ha adquirido modos de conducta que no se usan en el país. Por ejemplo, hablar un poco más fuerte. O peor todavía, decir las cosas directamente, sin los rodeos cortesanos de la antigua Capitanía General. Mi madre dice que me he vuelto de mal carácter, porque voy al grano cuando hablo. Sin embargo, uno vive regresando. Eso se lo dirá cualquiera que se haya ido de su tierra natal.


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