Saturday, January 05, 2008

“Las fugaces horas”

Servicios Google/Prensa Libre, Guatemala

Nuevamente Roberto Díaz Castillo nos sorprende con otra excelente obra: Las Fugaces Horas. A lomo de letra impresa, exquisitamente publicado por F&G editores.

Hago mías las palabras de Méndez Vides porque me parecen justas: “Roberto Díaz Castillo nos deslumbra con su experiencia y buen gusto, porque su prosa es nítida, clara y conmovedora. A manera de diario elabora su crónica de las horas, reflexiones sobre la vida, las limitaciones de los sentidos, el paisaje y extrae de la manga como hábil prestidigitador sus lecturas predilectas (…)”.

Castillo ha leído con devoción las Confesiones de un pequeño filósofo de ese notable escritor español de la Generación del 98: Azorín, y decide imitarlo, pintando las propias vivencias, los paisajes y lugares frecuentados en su juventud, las lecturas más amadas. Una aproximación a sí mismo y entrega ferviente de cuanto es, piensa y, sobre todo, siente. También se llama a sí mismo –y con razón- “pequeño filósofo”. Y poeta, porque lo es por su prosa ejemplar, ordenadamente impecable, como todo cuanto toca y rodea. Cada palabra en su sitio, cada sustantivo, cada adjetivo, cada verbo. La medida exacta de cada frase. El paisaje interno que ilumina cuanto ve y cuanto vive en el recuerdo, en la añoranza.

Leamos esta joya que dice haber escrito en una libreta: “Conmovido en las casas de Neruda, supe que los objetos congregados en la mía, son poemas que jamás escribí”. Pero que ahora lo hace convencido de que “los órganos sensoriales son ventanas por las que miramos el mundo”. Que es su mundo, que es la persona que lo ama y acompaña, que son los recuerdos de las cosas, de los diversos lugares por los que ha deambulado, que son los libros, los autores predilectos, los artistas que lo hacen vibrar una y otra vez.

Leamos cómo logra describirnos Atitlán: “Sus aguas, sus montañas, sus volcanes cambian súbitamente de tonalidades. Suaves a veces, a ratos vigorosas. Ni la fotografía, ni el cine, ni la pintura son capaces de reproducir este prodigio. La realidad impone su certeza. En silencio les da a entender que no, que no es posible.” ¿Y qué hay del amor? “Confluían nuestros destinos forjando uno solo. Con el mismo esmero dedicado al jardín del hogar en ciernes, abonamos día a día esto que sin vacilar llamamos amor.” Un escritor clásico, en el riguroso sentido de la palabra. Ninguna palabra de más, ningún adorno limitante. Desnuda, la palabra desnuda, como la quería Juan Ramón Jiménez. Su prosa, poesía que no ha necesidad del verso. Oigamos la descripción de sus manos: “Un mapa. Ríos y venas. Van hacia el ya cercano mar de la soledad infinita. Viendo mis manos pienso en la memoria que guarda su tacto”. Bello y perfecto, sencillo y profundo. Lo suyo son poemas, estampas que alimentan la codiciada la poesía.

¿Y qué decir del tiempo, de “su” tiempo? “Ver hacia atrás es medir el tiempo. Lo mido por sus nudos, como los viejos navegantes. Por nudos de recuerdos. Mi futuro: luz crepuscular.” Pulcro: en cuanto hace, en cuanto dice, en cuanto toca. De una pulcritud que se impone. Uno se ve a sí mismo con manchas, toses, tropiezos. Uno añoraría esa pulcritud de Díaz Castillo. Pero es algo que lo define, que lo identifica. Y cuando esa pulcritud se vuelve palabra nos deja atónitos. Bien podría ser uno de esos gigantes de la Generación del 98, como Azorín o Machado, o el mismo Juan Ramón y su delicada alma traslúcida.

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