Sunday, May 11, 2008

Walcott; “Nuestros políticos carecen de visión”



Derek Walcott. El premio Nobel de Literatura de Santa Lucía habló en exclusiva con El Caribe durante el marco de la XI Feria Internacional del Libro de Santo Domingo. El poeta y dramaturgo vertió su opinión sobre temas como la política, la búsqueda de la identidad, la literatura y el futuro de la región.

Por Alejandro González / El Caribe/Servicios Google


Santo Domingo.-Derek Walcott está sentado en la terraza del Sofitel. El día pelea su última batalla, y la luz amarilla del crepúsculo golpea la mitad derecha de su rostro. Al fondo, el Ozama parece un estanque. Walcott se acomoda en su silla. A sus 78 años de edad, el premio Nobel de Literatura de Santa Lucía ha hecho esto ya demasiadas veces.

Derek Walcott es un hombre recatado, de frases medidas y palabras contundentes, que articula sus ideas en un inglés de claro acento caribeño. Ante él, uno tiene la sensación de que le está robando su valioso tiempo, de que de no estar aquí respondiendo a estas preguntas, él estaría escribiendo un poema o la escena de una pieza de teatro o trabajando en un cuadro.

Quizás por eso te hace saber con la mirada, desde el principio, que si accedió al encuentro es para que lo aproveches. Nada menos.

¿La búsqueda de una identidad ha sido un tema recurrente en tu obra. En Un llanto lejos de Africa (1962), por ejemplo, te preguntas “…dónde debo mirar, dividido por las venas”. ¿Has logrado reconciliarte a esta altura de tu vida con tus dos mitades, o sigues buscando?

Sí. Creo que las dos mitades se han fundido. Yo soy enfáticamente un escritor caribeno. No soy indiferente, pero en realidad no me importa mucho lo que se diga de mi obra en Nueva York o en Londres. En cambio, estoy muy interesado en la respuesta que tenga mi obra, especialmente la de teatro, en el Caribe.

Porque esa es mi audiencia. Y he tratado de que eso quede claro.

Has dicho que uno de nuestros errores es el de comparar nuestro trabajo con el que se produce en Estados Unidos y Europa.

Sí, creo que las cosas empeoran para nosotros en término de la influencia que el imperio pueda tener en nosotros -y con imperio quiero decir América- a través de su revistas, películas, noticieros, hasta el punto de que casi todos los escritores piensan en un momento en convertirse en escritores americanos.

Por lo que permanecemos siendo escritores de provincia, porque nos medimos con los criterios estéticos reinantes en el imperio, cosa que es un error porque no tenemos el desarrollo tecnológico que ellos tienen.

Y ese es un error del que tenemos que cuidarnos. Yo he visto tanto talento aquí como el que he visto allá; he visto actores en Trinidad que son tan buenos como algunos de los mejores actores que hay en los Estados Unidos.

Pero esta provincialidad que surge cuando nos comparamos con ellos, que tienen un nivel de desarrollo tecnológico mayor, tiene consecuencias negativas para nuestos criterios estéticos.

A ratos pareciera que el Caribe es un vecindario de extraños que viven juntos pero que se ignoran el uno al otro.

El lenguaje es una de las razones de ese distanciamiento, obviamente. Santo Domingo, por ejemplo, puede ser cualquier lugar del Caribe, puede ser una ciudad en Puerto Rico o en Trinidad o en Jamaica, lo que es grandioso porque tu te sientes en casa, geográficamente hablando, donde sea que estés.

Es genial tener todas estas culturas. Pero lo que no es genial es que no tenemos un centro, no hay grandes casas que traduzcan las obras. Yo no sé que se está haciendo en términos de poesía en Santo Domingo. Y eso debería cambiar. La traducción de las obras de autores caribeños debería ser una política de nuestros gobiernos.

¿Cómo empezaste a escribir?

Mi padre, quien murió cuando yo tenía un año, escribía versos. Mi hermano gemelo –soy un gemelo-, quien ya murió, también escribía versos, además de ser un gran pintor y artesano.

Mi madre era una profesora de escuela, y era muy motivadora. Así que fui muy motivado por ella cuando empecé a hacer lo que mi padre había hecho antes que yo.

A pesar de que escribía intensamente desde joven, no fue sino hasta después de los treinta años que me publicaron, en el sentido de ser publicado por una editora. Antes de eso yo me publicaba mis libros, llegué a publicar 4 ó 5, uno de teatro y los demás de poesía.

La pintura y el dibujo han sido fundamentales en tu vida. ¿Hasta qué punto han influenciado tu literatura?

A esta altura ya no sé lo que voy a hacer a continuación, si voy a dibujar o a pintar, o a escribir la escena de una obra de teatro o a trabajar en un poema.

Siempre estoy trabajando, y tengo varias opciones dependiendo en la dirección en la que siento que me dirijo ese día. Por ejemplo, esta mañana trabajé en un poema y ayer me pasé toda la tarde dibujando. Así que creo que para mí ahora es algo instintivo.

Puede suceder que tenga pensado escribir un día y termine dibujando. Pero en fin, el dibujo ayuda con todo, ayuda a encontrar personajes. Yo no ilustro mis poemas, pero hago muchos story boards para el teatro.

Creo que en el teatro y en el cine la experiencia de dibujar sin dudas ayuda mucho.

Ezra Pound hablaba de melopea, fanopea y logopea al referirse a las caraterísticas que debe tener un buen poema. Para tí, ¿cuáles son esas características?

A mí no me gusta responder ese tipo de preguntas, porque es reducirlo a una fórmula, y la verdad es que no hay ninguna fórmula. Pound es muy enfático cuando critica cierta oscuridad y cierto tipo de tradición, y fue un gran crítico en ese sentido.

Pero mucho de lo que él dijo se ha malinterpretado, porque él nunca dijo: “se caótico”, sino lo contrario; así que hacerlo nuevo no significa que debe ser impenetrable. Así que cuando me preguntan que cómo debe ser un poema prefiero no respondar, y lo prefiero cada vez menos con los años.

Vayamos a cuestiones específicas, entonces, como el verso libre. Mucho se ha dicho acerca del verso libre. Elliot dijo: “Ningún vero es libre si quieres hacer un buen trabajo”. Frost dijo: “Es como jugar tennis sin una malla”. Y esas son grandes verdades sobre la estructura y el tono.

Pero depende de cómo uno escuche a cierto escritores. Si sabes cómo escuchar a Ginsbergh, por ejemplo, te das cuenta de que no es libre, de que en realidad está basado en una línea muy larga que es hebrea, y que es como un lamento, una larga línea de lamento.

Y si tomas a Whitman, si piensas en que sus líneas largas tienen un marco, entonces te das cuenta que en cierto sentido no está haciendo verso libre.

Sin embargo, hay mucha gente que piensa que está liberando la poesía de algún tipo de atadura al hacer cosas incoherentes que no tienen ningún tipo de métrica, y eso es algo muy americano.

Los americanos siempre quieren hacer algo nuevo. En otras palabras, viven en un sistema que está siempre atento a quién es la próxima estrella, ya sea en la poesía o en las películas o en el teatro.

Y eso es algo muy peligroso, porque desecha conceptos como el de la disciplina y el aprendizaje.

Algunos críticos han querido ver tu poemario Omeros como la gran épica del Caribe. Sin embargo, tú rechazas esa presunción. ¿Por qué?

Porque no quiero que ciertos estándares de grandeza, lo que quiere decir ciertos estandares de ambición, sean aplicados a culturas que no se miden a esa ambición.

Es decir, el contenido político de Omeros no es el de una épica; no se trata de un imperio; no es la creación de algo, por lo que no es una épica en el sentido tradicional, tal vez solo en el sentido del espacio, pero no en el de un héroe que lucha por su raza.

Pero uno siente que en Omeros hay una intención de redimar una cultura, o al menos una historia común. Pues, no sé si pueda ser leído de esa manera, tal vez sí, y es halagador si se hace.

Pero no me contradigo cuando digo que es el sentido del espacio lo que trato de alcanzar en el libro. Viajar entre las islas del Caribe es un sentimiento increíble.

Yo lo hice hace mucho tiempo. Y esa experiencia no les pertenece sólo a los griegos.

Y si bien es cierto que el primero en escribir sobre ello de manera convincente fue, tal vez, Homeros, mi libro no es un paralelo de lo que él hizo, que es lo que los críticos han querido insinuar.

No puede serlo; es en realidad la experiencia real de viajar entre islas. Yo sabía lo que hacía, que era tratando de provocar ese tipo de paralelismos.

¿Qué le espera al Caribe?

Yo estoy muy desilusionado con el hecho de que a casi todos los gobiernos del Caribe les falte visión.

No invierten lo suficiente en sus artistas, en sus jóvenes; no dan suficientes becas, no crean los mecanismos necesarios para que el arte florezca.

En cambio, hacen lo que hacían los gobiernos coloniales, que es ignorar el balance espiritual de un pueblo.

Construyen un hotel antes de construir un museo. A mi edad, pienso en lo que debió hacerse y en lo que debe hacerse para no desalentar también a la nueva generación de artistas caribeños, desde Santo Domingo hasta Trinidad. Nuestra política es repetitiva, carece de visión.

¿Qué tan duro fue para tí?

No pienso en mí, yo decidí ser lo que soy, un escritor. Pero pienso en términos del teatro, por ejemplo, a lo que le he dedicado casi toda mi vida. Y pensar que hoy en día en Trinidad –donde trabajé con mi compañía de teatro- no ha habido ningún cambio en cuanto a la política hacia el teatro, es algo que da rabia.

¿Crees que si no te hubieras marchado te habrías convertido en el escritor que eres hoy?

Yo nunca me quise ir y convertirme en un dramaturgo en el exilio. Yo quise trabajar con una compañía de teatro en su lugar de origen, como lo hice, básicamente sin ningún tipo de apoyo.

Y no estoy recriminando nada, solo estoy diciendo que esa es una realidad. Los gobiernos dicen “de dónde vamos a sacar el dinero”, y entonces uno ve la cantidad de dinero que despilfarran. Eso produce una hemorragia de talentos.

Trazos del autor

Derek Walcott

Nació en 1930 en el pueblo de Castries, en Santa Lucía, isla de las Antillas Menores. Es poeta, dramaturgo, ensayista y pintor. En 1992 recibió el Premio Nobel de Literatura.

En 1953, Walcott se fue a vivir a Trinidad. Allí trabajó un tiempo como periodista, impartió clases, y dirigió desde 1959 hasta 1976 la compañía Taller de Teatro de Trinidad. En 1981 se fue a vivir a los Estados Unidos, y trabajó hasta hace poco como catedrático universitario.

Entre sus libros más destacados están: Otra vida (1973), Uvas de mar (1976), El viajero afortunado (1981), El testamento de Arkansas (1987), y la que es considerada como su obra más ambiciosa: Omeros (1990). Es autor del libro de ensayos La voz del crepúsculo.

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