Friday, December 22, 2006

El viejo camaján (1960)


José Soto Jiménez
-DE EL LISTIN DIARIO, MATUTINO DOMINICANO-
<>
El cumpleaños de Ranfis Trujillo.
Como el día 5 de junio caería jueves, y él estaría en la hacienda Fundación desde el miércoles cuatro, decidió celebrar en la Casa de las Caobas, con un gran festejo y mucho brandy, los treinta años de su hijo mayor.

A Ramfis, de primera impresión, le pareció estupenda la salida de su progenitor, Rafael Leonidas Trujillo, por eso de que quisiera festejarlo en el “sanctasanctórum”.

El viejo camaján
El antiguo camaján estaba ahí, recostado en los bordes de su hastió, adormilado como un cocodrilo viejo, en la orilla rapaz de sus dominios, como si asechara cualquier movimiento extraño en el agua patrimonial de su pantano, para zambullirse artero y silencioso en la marisma, “marcharle” a lo que sea de inmediato, trozarle el alma con sus terribles fauces y sus mortales coletazos de “saurio antediluviano”.

El jefe, “perínclito varón de San Cristóbal”, pretérito “depredador de los esteros”, no tiene como antes la rapidez del rayo, ni el instinto cabal del cazador experimentado. Vive entre bostezos largos, la inercia del dominador acostumbrado, figurándose una eternidad insoportable, sólo interrumpida por la impertinencia de sus propios errores y las incidencias rutinarias de sus avatares.

“Papaúpa” senil de los marjales, azote anfibio del cenagal, amo y señor de los barrizales, todavía se siente poderoso, mientras permanece testarudo y obcecado, retando la providencia y la prudencia, gastando los días del poder, aburrido entre la pesadez de su omnipotencia rancia, jugando al “Leviatán” de la laguna, arrastrando a veces por los fastos de su gloria malgacha, la falsedad de la insufrible inmortalidad de su poder de antes.
La paz del lago, la garantiza el camaján con su terrible presencia omnipotente, él mismo vigila los contornos con ánimo de lebrel, por lo que pocos se aventuran a pisar sus playas o a perturbar sus aguas.

Nadar con cuidado sin chapotear para no perturbarlo, es la regla de oro de la supervivencia. Pasear su temeridad por el estanque, surcando las cálidas aguas, esquivar su propia sombra tenebrosa, es su pasatiempo favorito, como si enseñara su autoridad por los salados soberanos o traqueara su recio señorío.

El temible aliado Y es que hace algún tiempo, entre los barruntes de las lisonjas y las adulaciones vergonzantes, ha sentido para sí, en una intimidad pegajosa, el estremecimiento de una decadencia insospechada, y para aliviar la circunstancia, sólo le resta el miedo como aliado, en ausencia del apoyo de los gringos que lo cebaron antes, y que ahora lo han dejado solo, con sus insomnios de tedioso guardián de los fangales.

Por eso, no repara en esfuerzos mullidos para que su reino luzca tétrico y sombrío, exhibe amenazantes los antiguos colmillos afilados que sobresalen del alargado belfo del hocico temido, mientras finge dormir, y sobre el lomo anciano y arrugado de viejo reptil articulado, entre los cachos y protuberancias de su edad, se ven notorias las huellas interregnas de su estirpe.

Sus temores A nada le teme el camaján, salvo a que le pierdan el temor, o que lo tomen por “pendejo”. Más que otra cosa, le mortifican los estragos del tiempo, la senilidad que se asoma burlona en las intimidades de su ego irredimible o el estropeo de su cacareada elegancia.

Lo aflige la indefinición de los arcanos, el pasado que vuelve y se repite, el juicio tardío de la historia. Le “rejode” el climaterio ese, inevitable, el temor de dejar de ser el macho preñador de que presume, o perder su condición de “burro hechor” incontinente.

Porque al viejo camaján, le gusta aparearse sin reparar en celos, se cree padrote de probada calidad y aborrece los maricas, aunque admite en su corte tropical, uno que otro invertido tapado, que le sirven al oficio de la burla o a ese pasatiempo muy suyo de sacarle en cara a los demás, debilidades, desgracias y defectos. Pero el viejo camaján, está cansado de ser el de siempre, de repetirse en vano, replicarse y parecerse demasiado a sí mismo. Está hastiado de ser él, de estar seguro de sí mismo, de confiar demasiado en su destino.

Harto del oficio Y aunque se siente condenado a morir en el poder, desoír consejos y hacerse el sordo ante las insinuaciones sediciosas del destino, está harto de ese oficio cotidiano de “aguantarse” en silencio a sí mismo. Ya no soporta esa maldita vaina de tener día tras día que verse en el espejo, tener que afeitar, peinar o cepillarle los dientes al “benefactor de la patria”.

Acicalarse, maquillarse, perfumarse profusamente, tratar de vestirse diariamente, disfrazarse de lo que fue una vez y tiene que seguir siendo, continuar la actuación de acuerdo a su propio libreto, reaprenderse las líneas, practicarlas, someterse a su propia férrea dictadura, y seguir esa comedia del carajo, hasta que aparezca alguien “incojonado” que al fin venza el temor, se le vaya “la mierda a la cabeza”, “pierda la chaveta” y lo mande al carajo.

Alguien, que deje de ser sensato, que no tenga sentido común, que no se quiera, “que no cuide la más vieja”, que burle todo tacto y previsión, algún “marchante” que se atreva de una vez por todas a poner el caimán patas arriba.

Días díficiles En ocasiones, en esos días grises del pantano, tiene la “maldita” sensación de que la virgen se le volteó hace tiempo, “sacándole los pies”, y de que se ha puesto en mala con los santos. De ser posible quisiera, en uno de sus arrebatos etílicos, arrestar a su “ángel de la guardia”, “mandarlo a trancar”, fusilarlo o enviarlo a la cuarenta.

-Carajo, las vainas de Dios no tienen nombre, solía decir, cuando las cosas no le salían bien o sus designios tomaban rumbos insospechos e imprevistos.

En otras ocasiones, “envainaba” la deidad, despotricando el cielo y se defecaba en una providencia que antes estimó cómplice de sus desmanes. Actúa como si no temiera al juicio severo del Señor, ni a su conciencia. Se incomoda cada vez con más frecuencia y tiene días, que no se soporta ni a sí mismo. Días mustios en los que quisiera no dejar muñecos con cabeza.
-Carajo se me están olvidando algunas vainas, le dice en privado a su sobrino Luis, buscando confidencias seguras o la migaja de algún consuelo, que no se permite cauteloso recibir de nadie.
-Jefe usted está mejor que nunca, le dice el familiar temeroso del gancho, para desatar en su tío una sarta de improperios descalificativos.

Las gracias de ser jefe Porque ese asunto de ser el jefe, el que todo lo puede y todo lo sabe, el que tiene poder para joder a todos y perdonar a quien le venga en ganas, es una tremenda vaina. Eso de que ni tu esposa, ni tus hijos, ni tus hermanos, ni tus amigos y ni tus amantes en el momento del amor, te digan de otra forma, “le ronca a cualquiera los cojones”.

Es una “jodienda”, no tener a nadie que te tutee, ser el primero de todas las personas y las cosas, verse retratado, dibujado y esculpido por dondequiera, presente en sombras en todas partes, y no poder sincerarse ni intimar con nadie, para no contaminar la mentira de su grandeza.

Ser respetado y temido por todos y estar más solo que nunca, entre las alternativas del dolor, el amor, la devoción, la adhesión, el desprecio, el odio, la maldición y el miedo. Tenerlo todo y no tener nada.

Vivir con la obsesión de no perder el cuadre, de no arriesgar la pinta, de ser engañosamente excepcional en todo, fingir escaparse de la debilidad de los mortales para caer de bruces. No poder relajarse ni en privado, no darle riendas sueltas a una mortalidad envilecida que no se puede enseñar, para que no se le vean los refajos a las poses de una divinidad impuesta por el miedo.

Esa cuestión de ser el jefe tiene sus bemoles, la tradición odiosa de ser reverenciado, adulado, lisonjeado hasta la saciedad, observado aunque sea de reojo, acusado de todo, inimaginado en posiciones naturales, sentado en la poseta del baño, sacudirse la nariz, secarse el sudor, delirar por la fiebre, rascarse, escupir, excretar o tiritar de frío, soportar el calor.

Jugar a no tener semejantes, a no ser plural, a escapar del prójimo y de su sabrosa humanidad, no poder pasar inadvertido, no pasar desapercibido en cualquier circunstancia. Ser iconoclasta aunque no quiera, “guapo” y arriesgado, decidido, a vivir obligado entre el boato asfixiante de sus normas.
A inventarse argumentos para tolerarse, bailar de lado, beber el brandy aquel, exhibir la risita aquella peligrosa, a ser celebrado sin razón, fingir enojos y mentarle la madre a cualquiera, cuando le venga en ganas.

Ocultar sentimientos No llorar nunca, no emocionarse, enterarse de todo lo que no le importa, conocer las miserias de todos, las caídas, la naturaleza genuflexa, los resortes del poder, las infidencias, la frivolidad.

Levantarse y acostarse conociendo todo lo que no le importa. Cuando ya ha perdido hasta el peso exacto de la ofensa gratuita o el halago barato.

De alguna manera extraña, está cansado de ser ese dios menor que fabricamos, de ejercer la venganza sin mensura, de condenar, premiar, asentir, disponer y aprobar pendejadas, dar la muerte sin ningún pudor ni recato de conciencia.

-Ay, si esta procesión no dobla, le había dicho Font Bernard a su amigo el Doctor Balaguer, en un aparte casi silencioso.

-La sangre nos va ahogar a todos, le respondió Balaguer entre susurros, como si citara los versos de algún trágico griego. -Mas vale paso que dure que trote que canse, le refirió Font al doctor para sellar confidencias singulares. Mientras tanto, Antonio de la Maza, apenas dormía rumiando venganzas y amarguras, cavilando en las sombras la convocatoria inevitable de la sangre.


mailto: miturbides@yahoo.com

Volver al directorio:

http://moises-iturbides.blogspot.com/

No comments: