Thursday, August 17, 2006

Gracias presidente por Renato Rodríguez

Jean François Fogel
Blog/París/2/06

Me pareció grotesca la entrega del premio José Martí de la Unesco a Hugo Chávez en la última feria del libro en La Habana. Fue a principios de febrero. Venezuela era el país invitado al encuentro editorial y Chávez llegó como autor del libro Chávez habla a los jóvenes. Fidel Castro le entregó su premio en la Plaza de la Revolución. Adán Chávez, el hermano del presidente venezolano y embajador de Venezuela en La Habana, se comprometió a repartir treinta mil ejemplares de una edición resumida del Quijote en Cuba. Cuando las revoluciones resumen a los clásicos, lo peor puede ocurrir. Hubo en Cuba, a principio de la revolución, una edición de Moby Dick donde se habían quitado las referencias a Dios…
Vuelvo a la manera en que Castro y Chávez se aprovecharon del evento habanero para dar fe públicamente de que el uno no se puede confundir con el otro, por el momento, cuando de libros se trata. Los libros, en Cuba, son una catástrofe. Plusmarca de la acidez del papel, escasez de obras, ausencia crónica de los clásicos reconocidos (Lezama Lima, Carpentier) como de los callados (Reinaldo Arenas, Guillermo Cabrera Infante) librerías fantasmas, y no hay que añadir nada sobre una política de autores que condena al silencio a los que no se conforman con la línea política del país. Cuidado: todos los autores que publican en Cuba no han comprometido su honor, y tampoco para ser libre hay que denunciar la ausencia de la libertad. Pero de manera global, la revolución es una catástrofe en lo que tiene que ver con la producción y distribución de libros.
Por el momento, Venezuela es todo lo contrario. Monte Avila, una casa editorial de propiedad estatal y que depende del ministro de estado para la cultura, asegura el acceso a una colección, Biblioteca básica de autores venezolanos, que es lo que la revolución cubana prometió a los cubanos sin nunca entregarlo. Son libros de calidad regular. Papel blanco, tapa modesta. Existen cuatro líneas editoriales que se reconocen por su color: verde (narrativa), roja (poesía), durazno (dramaturgia) y azul (ensayos y documentos). En la contratapa se leen eslogans del chavismo: “Venezuela ahora es de todos” y “El pueblo es la cultura” pero no quitan nada a la existencia milagrosa de libros baratos y disponibles en todas partes.
En mi último viaje a Caracas me costó cinco mil bolívares (dos dólares y medio según la tasa del cambio oficial, dos en el precio de la calle) una pequeña maravilla: Al sur del Equanil de Renato Rodríguez. Es un autor que parece ingenuo, autodidacta, a veces imposible. Llega a escribir frases como esta: “Como sucede todos los años esta vez también llegó la navidad”. En su observación aguda recuerda el famoso “llovía, aunque era de noche” que amigos periodistas ponían en sus artículos para evaluar el nivel de inteligencia en la relectura de sus editores. Pero Renato Rodríguez es de esas personas que se pueden permitir todo, pues tiene chispa, energía y vitalidad al hacer viajar a su héroe, David, aspirante a novelista, entre París, Santiago de Chile, Caracas, Lima, Quito, Guayaquil, etc. Una introducción compara el autor con Jack Kerouac. Por la abundancia de los movimientos en el espacio, sí, algo se parece, pero es mucho más una especie de Miller (Henry, no Arthur) por la manera de creer en la experiencia.
Bueno, soy un tonto: acabo de descubrir lo que ya todos conocen, pero eso no impide agradecer por el placer recibido. Me irritan en la autopista del este de la capital venezolana las publicidades para promover a Chávez: con un niño (educación), con una cesta en un supermercado (mercado, almacenes a precios subvencionados), con una viejita (pensiones). La peor mostraba al presidente con un vestido de pelotero y una gorra demasiado grande; decía “gracias presidente, Venezuela campeón” atribuyendo al presidente el éxito del equipo nacional de pelota en la última serie del Caribe. Era grotesca por los colores, por la sonrisa de Chávez en una mala fotografía. Pero aquella imagen me estimula para decir, con toda franqueza, después de cerrar el librito verde de la Biblioteca básica de autores venezolanos: Gracias presidente, por permitirme el descubrimiento de Renato Rodríguez.


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